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UNA CAJA CON COSAS DENTRO

Bafici

Lluvia y sol al mismo tiempo

Es domingo y está lloviendo en Montevideo. Pero es un día feliz. Un buen día. Mercedes Álvarez ha ganado el festival de cine independiente de Buenos Aires. Y la frase de Truffaut que copié ayer sirve en este caso para definir con total precisión la película de Mercedes.
Lista de algunos de los premios del festival:

COMPETENCIA OFICIAL INTERNACIONAL LARGOMETRAJES
Mejor película: El cielo gira de Mercedes Álvarez.
Mejor Director: Ilya Khrzhanovsky por 4.
Mejor actor: Mohammad Bakri por Domicilio Privado.
Mejor actriz: Eva Löbau por The Forest for the Trees.
Premio Especial del Jurado: L'Esquive de Abdellatif Kechiche.
Mención del Jurado: Monobloc de Luis Ortega y Spying Cam de Cheol-mean Whang.

COMPETENCIA OFICIAL ARGENTINA DE LARGOMETRAJES
Mejor película: Como un avión estrellado de Ezequiel Acuña.
Premio Especial del Jurado: Vida en Falcon de Jorge Gaggero.
Mención del Jurado: Los de Saladillo de Alberto Yaccelini.

PREMIOS FIPRESCI (FEDERACIÓN INTERNACIONAL DE LA PRENSA CINEMATOGRÁFICA)
Mejor Película de la Competencia Oficial Internacional: El cielo gira de Mercedes Álvarez.
Mejor película de la Competencia Oficial Argentina: Los de Saladillo de Alberto Yaccelini.

Corea brillante y los tangos de David Lynch

Jueves 21 de abril

Último día. Hoy es mi último día en Buenos Aires. O en ninguna parte, porque pasar una semana viviendo en el motor de un proyector de cine no puede decirse que sea estar en una ciudad. Lo pienso muchas veces después de los festivales ¿Merece la pena pasar tanto tiempo a oscuras y sin importarme nada el movimiento rápido e imparable de la ciudad en la que se desarrolla todo esto? No tengo una respuesta clara, pero ahora mismo se me ocurre pensar que ir al cine no es hacer turismo. Ir al cine durante un festival es otra cosa. Para mí es otra cosa. De lo que estoy seguro es de que no me gusta pasar tanto tiempo en el interior de un centro comercial, por mucho festival que haya de por medio. Y ahora que termina todo esto, vuelvo a echar de menos las calles de San Sebastián y el menú del día del restaurante Aloña (ensalada de tomate y carne en salsa), los paseos entre película y película cerca del mar y el bocadillo con vino del Etxaniz antes de retirarse a casa a seguir soñando con imágenes. Lo dice Graciela Borges en la entrevista que le hacen hoy en la revista del festival: “La vida es más importante que el cine”.
Quiero comenzar esta última crónica recordando Corea. El año pasado, la cinemateca de Montevideo organizó un festival de cine coreano y el embajador de este país del sur hizo una presentación del ciclo que a mí me pareció totalmente surrealista. Con un micrófono en la mano y simulando ser uno de esos viejos y experimentados cantantes de karaoke, el embajador soltó el típico rollo diplomático de tono oficial en el que no se dice nada: que estaba muy contento, que la colaboración entre los dos países, que la hermandad de los pueblos del mundo, que si el cine es un espejo de la cultura, que si la labor de cinemateca era fundamental... Hasta ese momento, todo bien y dentro de lo que uno puede esperar de un señor con carrera diplomática e interés cinematográfico nulo. Lo curioso fue cuando siguió diciendo que las películas elegidas para el ciclo mostraban la sensibilidad del pueblo coreano, su buena educación y las buenas formas de una cultura milenaria. Y digo curioso, porque la película de inauguración era Samaria (2004) de Kim Ki-duk, que de buenas formas no tiene nada, y sí en cambio de violencia, dolor en los ojos y heridas en los cuerpos de los personajes. Es como si ZP presentara un ciclo de derechos humanos en Teherán y pasaran como primera película Torrente. O algo así. En aquel momento supe que los coreanos eran muy raros. También supe después de ver esta película que uno de los platos tradicionales del país es el perro asado, pero esto es otra historia.
Hoy he decidido comenzar el repaso del festival con Corea porque acabo de salir de una película rarísima. Quizá la más rara y bizarra de las vistas estos días. No me ha gustado casi nada pero de tan rara, tiene algo. Se titula So cute y la dirige Kim Soo-Huyn. No he entendido nada del argumento y esto me lleva a pensar que las películas de los directores coreanos consagrados en los festivales internacionales, Kim Ki-duk por ejemplo, son obras “preparadas” de alguna forma para que se comprendan en el exterior. Porque la de hoy era una historia de las que deben verse en los cines de los centros comerciales de Corea y no había manera de hilar argumento y personajes. Es algo así como una historia de tres hermanos, de una chica joven, de unos mafiosos, de una niña borracha y de un edificio que quieren desalojar. Y creo que era de risa, porque los coreanos que había en la sala se reían mucho. He olvidado decir que antes de que comenzara la película, una chica de la organización ha dicho que algunas partes del filme estaban sin subtitular por un problema en la copia pero que no nos preocupáramos porque “prácticamente” se podía entender todo. ¿Prácticamente? Pues lo que faltaba. Al final creo que he entendido más esas partes en coreano puro que el resto de la película, pero bueno. Cuento una secuencia a modo de ejemplo de la sensibilidad del pueblo coreano, su buena educación y las buenas formas de su cultura: en un momento, la niña de la película le dice a la chica joven que acaba de tener la regla y para celebrarlo se emborrachan en un bar y va la niña y se convierte en un personaje de dibujos animados al estilo Candy-Candy y canta una canción totalmente pop y con estrellitas brillando por toda la pantalla. Y claro, toda la sala encantada con Corea y su sensibilidad etílica.
Podría seguir con oriente y con algunas palabras para la película de última hora de ayer, The Wayward cloud de Tsai Ming Liang. Pero no voy a decir casi nada. Fue mi película preferida en Berlín. Y ahora vuelve a ser emocionante. Se me ocurre pensar que quizá sea la película porno menos porno y más de amor clásico de toda la historia del cine.
Y termino con dos apuntes sobre cine argentino. Diré antes, que todas esas películas con hijos con canas, novias felices, señoras mayores y Ricardo Darín tocando la trompeta son películas que no me interesan en absoluto. Por supuesto que hay directores muchísimo más interesantes. Lucrecia Martel, por ejemplo. Se suponía que la mañana de hoy era una mañana para encontrarse con los representantes del otro cine argentino, pero mi sensación después de las dos películas de la mañana es más bien agria.
A las diez han pasado en función especial Géminis de Albertina Carri. Creo que llegaba con fama de polémica por el tema que trata, pues cuenta la historia de amor e incesto de dos hermanos de una familia bien de Buenos Aires. Los hermanos, efectivamente, se quieren mucho, se besan mucho y se tocan mientras suena una canción que dice “tócame despacio, tócame mucho”. Vale. ¿Pero qué más? Había también una madre pesada, un padre ausente, un hermano que llega de España, una novia gallega y no sé qué más boludeces. Lucrecia Martel sigue pareciéndome la gran maestra de los secretos y de lo sutil. La de hoy era un apunte totalmente fallido, tópico y evidente. Y, a pesar de que algunos periodistas de por aquí aseguraban entusiasmados que los chicos actuaban bárbaro, yo creo que actuaban muy mal. Es una película mala. Sin más.
Y va después y llega un artista. Sobre los artistas pretenciosos en el cine se podría escribir mucho. Pero de los artistas pretenciosos que hacen bailar un tango a David Lych, pues como que sólo se me ocurre decir una cosa: ¡por favor! El título es Monobloc y la dirige el argentino y jovenzuelo Luis Ortega. Creo que con esta película puede pasar como con muchas películas de riesgo: algunos las odian y otros las convierten en piezas de culto. Hoy me toca odiarla. Quizá no tanto, pero es que me ha sonado a juego de director hueco con imágenes bonitas al fondo. Voy a tratar de aclararme un poco: la propuesta estética y argumental es interesante. La acción se sitúa en un edificio abandonado y de ambiente post-apocalíptico y las protagonistas son tres mujeres que viven en ese extraño bloque: Graciela Borges, Rita Cortese y Carolina Fal. Y la historia se traza con diálogos y secuencias de esbozo rápido que no permiten en ningún momento comprender qué es lo que realmente está sucediendo en ese lugar. Aclaro que yo soy un defensor de que las cosas no se entiendan (leí cuatro veces el libro de Vila-Matas titulado Aunque no se entienda nada) y que en ningún caso eso puede molestarme, pero me da la sensación de que las matemáticas y el cálculo estético ganan otra vez al cine y que la historia se hunde en sí misma. También podría pasar que esto lo firma David Lynch y en americano con subtítulos y que me encanta. Pero es que con un David Lych tengo bastante. Y otra vez me acuerdo de Lucrecia Martel y de su naturalidad para crear ambientes extraños sin necesidad de filmar nada extraño. A ella le basta con observar y escuchar con atención. Otro necesitan decir de manera evidente que están construyendo una obra de arte. Y, ya lo dije en el apunte de ayer, yo siempre he preferido los números invisibles, los hilos que no se ven.
Y casi fin. Esta noche dejo el centro comercial y me cambio a un cine llamado América. A las nueve veré otra película del japonés Ryuichi Hiroki. Y a las once la última de John Waters. Mañana por la mañana salgo del puerto con destino a Montevideo. La vida continúa.

Voto del público (y que siga girando)

Esto es lo que dice la revista del festival sobre los votos provisionales del premio del público:
4,27 El cielo gira
3,96 Domicilio privado
3,87 The forest for the trees
3,58 L'Esquive
3,45 The irrational remains
3,42 Thirst

Guardianes entre el centeno

miércoles 20 de abril

Dormir en el cine. Esta mañana he vuelto a intentar dormir en el cine, pero no lo he conseguido, pues no es nada fácil entregarse al sueño si no hay un lugar cómodo en el que apoyar la cabeza. O al menos a mí me cuesta mucho. Y lo de entrar en las secciones de prensa con una de esas almohadas con forma de herradura, pues como que no queda muy bien. Y comento todo esto de dormir en una butaca roja, sin intención alguna de menospreciar las películas que estoy viendo; pero es que son ya muchos días viviendo a oscuras, madrugando un poco y terminando tarde, y el cansancio hace que en todas las sesiones de primera hora me asalte en algún momento la tentación de descansar profundamente por unos minutos.
Siempre he querido dormir dentro de un cine. Y cuando escribo dormir quiero decir pasar toda una noche dentro de un cine, bajo la pantalla, con un colchón, una manta, una almohada y un despertador para irme antes de que llegue la señora de la limpieza o el proyeccionista. Me sucede lo mismo con los museos y con los acuarios: siempre me parece que lo más interesante de estos lugares sucede justo cuando cierran las puertas al público.
Dos películas por la mañana y la sensación de que estoy ya mayor para algunas cosas: el argentino Ezequiel Acuña presentaba en la sección argentina a competencia Como un avión estrellado. La historia se centra en un joven de quince o dieciséis años que está en proceso de iniciación a la vida adulta. Y bla, bla, bla, bla, bla, bla, pero yo me he sentido muy lejos de las motivaciones y rumbos de los personajes. Lo más raro de todo es que el propio estilo del realizador parece totalmente adolescente, con musiquita sonando alto y cámaras lentas mostrando a una joven de la que el protagonista está enamorado. ¿Juego del director, empatía con el personaje? No lo sé, pero me da igual. La película no es mala ni buera y hay algún personaje interesante, pero yo no estoy para estas cosas. Si quiero adolescentes sin rumbo, releo La Biblia de neón de John Kennedy Toole. Y para adolescencias de cine con normalidad y ciudad al fondo, me quedo con El otro barrio (2000) del silencioso y cada vez más interesante Salvador García Ruiz.
La segunda película del día ha repetido adolescencias y dudas de iniciación; su título, Temporada de patos, del mexicano Fernando Eimbcke. Lo que más me ha gustado ha sido la música con la que empezaba: una canción pop cantada por una chica en la que se contaba la historia de un pato bañándose en el agua y algo del final de un verano. Rodada en blanco y negro y en 16 milímetros, bla, bla, bla otra vez y nada que me apetezca contar en este cuaderno, pues no hay nada que me haya emocionado.
Termino con una promesa: dentro de una hora volveré a ver la película del taiwanés Tsai Ming Liang titulada The Wayward Cloud. Es la película que más me gustó de las que proyectaron en Berlín. Y esta tarde volveré a verla en Buenos Aires. Estos puentes e hilos secretos que saltan geografías y unen todo lo que está lejos son quizá lo único que hace que todo esto de las películas y de los viajes merezca realmente la pena. Prometo estar muy cerca cuando esté viendo esa película, cuando los que lean esto estén leyendo esto.

Guardianes entre el centeno

miércoles 20 de abril

Dormir en el cine. Esta mañana he vuelto a intentar dormir en el cine, pero no lo he conseguido, pues no es nada fácil entregarse al sueño si no hay un lugar cómodo en el que apoyar la cabeza. O al menos a mí me cuesta mucho. Y lo de entrar en las secciones de prensa con una de esas almohadas con forma de herradura, pues como que no queda muy bien. Y comento todo esto de dormir en una butaca roja, sin intención alguna de menospreciar las películas que estoy viendo; pero es que son ya muchos días viviendo a oscuras, madrugando un poco y terminando tarde, y el cansancio hace que en todas las sesiones de primera hora me asalte en algún momento la tentación de descansar profundamente por unos minutos.
Siempre he querido dormir dentro de un cine. Y cuando escribo dormir quiero decir pasar toda una noche dentro de un cine, bajo la pantalla, con un colchón, una manta, una almohada y un despertador para irme antes de que llegue la señora de la limpieza o el proyeccionista. Me sucede lo mismo con los museos y con los acuarios: siempre me parece que lo más interesante de estos lugares sucede justo cuando cierran las puertas al público.
Dos películas por la mañana y la sensación de que estoy ya mayor para algunas cosas: el argentino Ezequiel Acuña presentaba en la sección argentina a competencia Como un avión estrellado. La historia se centra en un joven de quince o dieciséis años que está en proceso de iniciación a la vida adulta. Y bla, bla, bla, bla, bla, bla, pero yo me he sentido muy lejos de las motivaciones y rumbos de los personajes. Lo más raro de todo es que el propio estilo del realizador parece totalmente adolescente, con musiquita sonando alto y cámaras lentas mostrando a una joven de la que el protagonista está enamorado. ¿Juego del director, empatía con el personaje? No lo sé, pero me da igual. La película no es mala ni buera y hay algún personaje interesante, pero yo no estoy para estas cosas. Si quiero adolescentes sin rumbo, releo La Biblia de neón de John Kennedy Toole. Y para adolescencias de cine con normalidad y ciudad al fondo, me quedo con El otro barrio (2000) del silencioso y cada vez más interesante Salvador García Ruiz.
La segunda película del día ha repetido adolescencias y dudas de iniciación; su título, Temporada de patos, del mexicano Fernando Eimbcke. Lo que más me ha gustado ha sido la música con la que empezaba: una canción pop cantada por una chica en la que se contaba la historia de un pato bañándose en el agua y algo del final de un verano. Rodada en blanco y negro y en 16 milímetros, bla, bla, bla otra vez y nada que me apetezca contar en este cuaderno, pues no hay nada que me haya emocionado.
Termino con una promesa: dentro de una hora volveré a ver la película del taiwanés Tsai Ming Liang titulada The Wayward Cloud. Es la película que más me gustó de las que proyectaron en Berlín. Y esta tarde volveré a verla en Buenos Aires. Estos puentes e hilos secretos que saltan geografías y unen todo lo que está lejos son quizá lo único que hace que todo esto de las películas y de los viajes merezca realmente la pena. Prometo estar muy cerca cuando esté viendo esa película, cuando los que lean esto estén leyendo esto.

Como si fuera un final

Hoy es lunes, pero también es un poco domingo y también es un poco martes. Llega un momento en los festivales de cine en el que uno no sabe ya en qué día vive y comienza a mezclar imágenes, calendarios, diálogos y caminos, para terminar siempre, como si de uno de esos cuadros de Escher se tratara, en la misma sala oscura de siempre.
Es lunes y a la vez todos los días de la semana y yo he decidido, justo hoy, justo ahora, romper con todas las formalidades de la crónica periodística e iniciar una serie de textos sin género, sin forma, sin límites y con libertad creativa absoluta. Es mi particular respuesta al hecho de que el medio de comunicación que me ha acreditado no publique mis crónicas. Y escribir de la única forma que quiero escribir es decir que hubo un tiempo en el que el cine era urgente y las películas parecían “flotar en el aire”.
Me gustan las imágenes del cine de los años sesenta. Me gustan los colores saturados porque me recuerdan los colores de las fotografías de las primeras páginas de los cuadernos de fotos que hay en mi casa. Mi padre me contó una vez que la cámara de fotos que usaba entonces la compró en Canarias y que mi madre la pasó por la aduana escondida bajo el vestido. Hubo un tiempo en el que las imágenes, los gestos, los colores y las miradas parecían estar ahí, como flotando, y que bastaba con apretar el botón de una cámara para guardarlos para siempre.
La primera vez que vi una película de Jonas Mekas reconocí en sus imágenes el mismo “tempo” que tenían las grabaciones de súper-ocho que había guardadas en un cajón del salón de mi casa. Ayer por la noche me sucedió lo miso cuando vi una película del realizador Robert Frank titulada Me and my brother y rodada en 16 milímetros entre los años 1965 y 1968. Yo conocía el trabajo de Robert Frank como fotógrafo pero nunca antes había visto una de sus películas. Fue como visitar un lugar conocido; como charlar con un pariente lejano. Frank retrata con su cámara el humeante mundo Beatnik de los años sesenta y cuenta de manera totalmente libre y sin convenciones la historia de Julius, hermano del poeta Peter Orlovski. Me gustaría escribir con tiempo sobre esta película y sobre el juego de espejo documental que propone, pero diré que mi plan secreto es otro: hay que montar un ciclo de Robert Frank en la cinemateca del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Y seguir hablando entonces.
La noche de ayer termino en Dinamarca; y como siempre que uno viaja a Dinamarca, las heridas duelen y los ojos brillan de forma demasiado brillante. El título es Día y noche y su director Simón Staho. Una canción pop abre los títulos de crédito y lo mismo sucede al final, con una melodía alegre despidiendo al espectador. Pero en mitad de tanta felicidad, el director ha contado la historia de Thomas, que el 9 de septiembre de 2003 se quitaba la vida disparándose con una pistola. Es lo que dice una voz en off justo al comienzo. Lo que sigue es ese último día y esa última noche. Yo me acuerdo un poco de Blanco (1994) de Kieslowski, en la parte en la que un tipo intenta contratar al polaco Karol para que le dispare; también recuerdo Ten de Kiarostami: las dos comparten el interior de un coche como única localización a lo largo de todo el metraje. Que algo está sucediendo en Dinamarca desde mediados de los años noventa está clarísimo: fuerza e intensidad en historias abismales. Como si el hielo estuviera derritiéndose y debajo sólo hubiera cadáveres.
Fin. Termino y termino con esta forma de escritura que he seguido a lo largo de estos primeros días de festival. A partir de ahora los textos serán diferentes y quizá no hablen tanto de cine como de miradas. O de recuerdos. O de distancias.

Geografías sin nombre

Domingo 17 de abril

Es posible que en Letonia la realidad siga siendo aún en blanco y negro. Quién sabe. Quién sabe qué puede estar sucediendo en todos aquellos países fríos que dejaron un día de pertenecer a los territorios soviéticos y que tuvieron que redefinir su verdadero sentido y lugar en la historia contemporánea. Letonia. Suena tan lejano como Estonia, como Lituania, como Bielorrusia; suena tan desconocido como las orillas del Mar Báltico, como las mareas del Golfo de Riga. Es posible que en Letonia la realidad siga siendo aún en blanco y negro. O al menos es fácil imaginar una noche oscura y helada muy cerca del río, el olor del vodka barato saliendo del único bar abierto, unos personajes deambulando hacia ninguna parte. Es fácil imaginar una película triste y en blanco y negro rodada en algún lugar de ese territorio del desencanto llamado la Europa del Este.
El director alemán Fred Kelemen presentaba a primera hora del día una película hablada en letón y titulada Fallen (Krisana en su versión original). Y todo comenzaba justamente con una noche oscura y helada, con un personaje deambulando a paso lento, con una joven de ojos verdes fotografiados en blanco y negro a punto de saltar para siempre al fondo del río Daugava. El archivista Matiss Zelcs observa a la joven suicida y sigue su camino, como cada día, a paso lento, fumando con intensidad, con las solapas de su abrigo protegiéndole las mejillas, sin necesidad de mirar atrás. Y entonces el sonido de un cuerpo cayendo al agua rompe la calma; un grito de socorro, un momento de duda y después la noche, otra vez la noche fría.
“Soy una persona corriente”. Es la forma en la que el protagonista define sus días y su persona. Todo es demasiado corriente y la película transmite esa rutina a través de sus planos de secuencias lentas, a través de su fotografía de colores grises. Y la historia avanza por ese itinerario oscuro en el que el personaje trata de cerrar todas las heridas que se abrieron el día en el que la chica de ojos verdes saltó al fondo del río. ¿Es posible conseguir el perdón de un fantasma, de alguien que ya no está?
Hay un momento en la película en el que me he acordado de otras películas que se podrían llamar “de observación de fotografías”. En su intento de redimir su pasividad, el archivista Matiss trata de saber quién era la misteriosa joven que encontró en su paseo nocturno y recupera objetos y fotografías que pertenecieron a la desaparecida. Y observando con atención esas imágenes, reconstruye el pasado de la mujer y entiende el motivo del gran salto. Como cuando Antonioni investigó un asesinato en Blow Up (1966); como cuando Chris Marker unió pasado y futuro en La Jetée (1962).
Krisana parece una película de otro tiempo, de un lugar que podría ser ninguna parte. Y Fred Kelemen imprime con su blanco y negro antiguo una historia de pérdidas y de preguntas difíciles de contestar. ¿Por qué todo es tan triste en Lituania?
Y como si de una extraña excursión se tratara, el día de hoy ha seguido por la senda de las geografías sin nombre y de los personajes en busca de sentido. La segunda del día, perteneciente a la sección a competencia, cambiaba el frío del norte por el desierto de los territorios de Israel. De título caluroso y seco, Athas (Sed), y dirigida por Tawfic Abu Wael, cuenta la vida de una familia que trata de sobrevivir en un antiguo barracón militar situado en mitad de la nada. La caja de cemento armado en la que vive esta familia no es más que la prolongación de la actitud durísima que el padre de familia impone a su mujer e hijos. ¿Por qué han dejado la ciudad para ir a vivir a un lugar inhabitable? ¿Cuáles son los secretos que se esconden entre las paredes secas de esa construcción abandonada? La familia dedica sus días a fabricar carbón vegetal y poco a poco van surgiendo retazos de un pasado vergonzoso y posibilidades de un futuro igual de quebrado.
Quizá excesivamente lenta y sin suficiente fuerza cinematográfica en su presentación, la película ha ido adquiriendo peso a medida que avanzaba el metraje, aunque sin llegar a llenar del todo la pantalla. Y es que es difícil llevar adelante una película tan seca y tan dura como la planteada por Tawfic Abu Wael.
A modo de recuerdo, citaré por sus similitudes de claustrofobia geográfica la película japonesa de Hiroshi Teshigahara La mujer de arena (1963). También me he acordado de Furtivos (1975) de José Luis Borau, por la forma en que este director planteaba una relación familiar límite condenada a la tragedia.
Y fin. A estas alturas de festival no tengo ni idea de cuáles pueden ser las deliberaciones que puede ir tomando el jurado. Entre que llegué un poco tarde y los problemas con las entradas de los primeros días, no he podido ver unas cuantas películas de la sección a competición, por lo que mi visión es aún muy parcial. Diré que aún no he visto una película totalmente emocionante y arrebatadora, a excepción de Tropical Malady de Apichatpong, pero esta era una película que conocía incluso antes de haberla visto. Yo busco la sorpresa de un título desconocido que haga que mi viaje a Buenos Aires sea inolvidable. Una película que pueda recordar dentro de muchos años.

Había una vez un tigre...

Sábado 16 de abril

Hace ya casi dos años viajé a Bankog para visitar a un amigo que llevaba un tiempo viviendo en el país; aparte de la aventura que puede suponer el encuentro de dos viejos amigos del colegio en un país de temperatura exótica, la intención secreta de aquel viaje lejano consistía en ver la última película del director tailandés Apichatpong Weerasethakul. Al final no pude ver la película y tampoco pude entrevistar a su director, pero puedo escribir que conocí la selva. Conocí la selva y por primera vez en mi vida tuve la sensación de estar dentro de un bosque que se movía. Después de pasar unos días en la ciudad, contraté un viaje a unas cataratas que había en mitad de un parque natural y llegué cerca de la frontera norte. Repaso mi cuaderno de notas del viaje y encuentro una anotación significativa: “La selva es como el mar. La selva es como el desierto. La selva es como el interior de una ballena. La selva es violentamente verde y sonora”. Caminar por la selva era como caminar sobre un cuerpo vivo, era como estar en el interior de un animal.
¿Hay tigres?
No. Ya no que dan tigres en esta zona.
Quería saber si había tigres. En el albergue en el que me hospedaba me dijeron que muy cerca del parque había un zoológico-reserva y que allí se podían ver unos tigres que un monje budista se había encargado de domesticar. El lugar resultó ser un parque totalmente preparado para que los turistas se sacaran fotos. No me gustó, pero pude ver de cerca aquellos felinos de movimientos pausados y entendí la fascinación que habían provocado a lo largo de la historia en los narradores de relatos. “Había una vez un tigre” era la mejor manera de comenzar un relato contado alrededor del fuego y la tradición oral tailandesa tenía muchos cuentos que comenzaban así.
Hoy he podido ver la última película del director tailandés Apichatpong Weerasethakul, titulada Tropical Malady, y mientras contemplaba sus imágenes he recordado el viaje que hice una vez al interior de aquel bosque en el que ya no quedaban tigres. Era la primera película del día y la pasaban fuera de competición y en una sección llamada Trayectorias, que es un repaso a los títulos que han destacado en otro festivales.
Antes de seguir, diré que todos los periodistas hemos comenzado el día corriendo para conseguir las entradas para mañana. Y a pesar de que el deporte sea bueno y todo eso que dicen algunos, esto es una queja: las puertas del recinto del festival se abren a las diez de la mañana y la primera película es a las diez y cuarto. Es evidente que no hay demasiado tiempo desde que abren las taquillas de venta de entradas para el día siguiente y la primera sesión, por lo que todas las mañanas hay que situarse a las puertas de manera estratégica y atarse los zapatos muy fuerte para luchar por los primeros puestos. ¿No podría hacer algo el festival para solucionar estas carreras peligrosas a unas horas en las que lo último que apetece es correr por un centro comercial recién encerado? A quien corresponda.
Y sigo. Que el señor Weerasethakul es un tipo original, raro, único y a veces radical en sus planteamientos cinematográficos lo sabemos todos los que hemos seguido los festivales de cine internacional de los últimos años. Y después de ver la película de hoy sólo puedo confirmar que el director el señor Weerasethakul es un tipo original, raro, único y radical en sus planteamientos, pues sus películas rompen en mil pedazos la tradición narrativa convencional y juegan a marcar de manera totalmente libre y creativa ritmos y tonos que sumados en una pantalla dan como resultado sus peculiares obras cinematográficas.
No hay guiones cerrados sino imágenes. Por lo que tratar de contar lo visto en pantalla es algo complicado, aunque se podría comenzar diciendo que la película no es una película sino dos. O más. Al igual que sucedía en su anterior obra, Blissfully Yours (2002), la estructura de las imágenes no sigue la lógica de la narrativa clásica y la historia se rompe a mitad de proyección para introducir en ese momento un argumento independiente. Todo comienza con un prólogo extraño en el que unos militares encuentran un cadáver en mitad del campo. Después, y sin necesidad de continuidad, sigue una historia de amor y de miradas entre un campesino que trabaja y vive en la selva y un militar destinado a ese lugar. Y el estilo Weerasethakul prescinde casi de diálogos y propone secuencias en las que vemos a los protagonistas paseando, compartiendo una cena, hablando bajo una tormenta tropical, cantando en un espectáculo en la ciudad, compartiendo un viaje en moto y desapareciendo en la oscuridad de la selva. Son imágenes para una historia de amor en la que los personajes se limitan a habitar y compartir un espacio. Y esta parte tiene algo de paseo visual para el espectador. Paseo lento e intenso.
Es entonces cuando todo vuelve a romperse y llega la historia del tigre. Los personajes son los mismos, pero la historia ya no es una historia de amor sino la de una cacería. Unos títulos van contando una leyenda tradicional que habla de un tigre y de su tristeza en mitad de la selva. El militar sigue los pasos del felino y el felino se personifica en el cuerpo del campesino, que camina desnudo por la selva. “Había una vez un tigre...”. De esta forma comienza el relato fantástico en el que animales y humanos se entienden y se hacen preguntas sobre sus destinos. Y todo lo que en la primera parte era contención y ritmo lento se torna aquí tensión y soledad en una selva invadida por la noche y por los ruidos y pasos temerosos del tigre y del militar.
Tropical Malady es una película extraña. Emocionante y extraña.
Quería saber si había tigres cuando paseé por primera vez por una selva que parecía el interior de una animal. Hoy diré que los tigres y sus secretos están en el interior de esta película de Apichatpong Weerasethakul.
Poco más en el día de hoy; ha sido un sábado tranquilo en el que he paseado por el barrio de Recoleta acompañado por la agradable temperatura de final de verano. Y es que mi segundo intento cinematográfico del día ha sido un fracaso: la película, en la sección argentina a competición, se titulaba Do u cry 4 me Argentina? y la dirigía el argentino-coreano Bae Youn Suk. La sinopsis hablaba de una obra rodada en Buenos Aires e interpretada por miembros de la comunidad coreana de la ciudad, que según los títulos de crédito son más de veinte mil. Pero el resultado es un ejercicio de director primerizo con demasiadas cosas que decir y sin un editor amigo que le explicara que en una película no se puede contar todo. Mi pregunta para el director es simple: ¿Por qué en vez de tantos juegos de edición y de mezclas tipo video clip no se ha limitado a inventar un buen trabajo documental? Algo había en la película que podría haber convertido a sus imágenes en una película. Pero no ha sido así y he preferido salir antes del final para disfrutar de un tranquilo día de buen tiempo.
Después de la carrera de primera hora, puedo decir que por fin tengo entradas para ver películas fuera del limitado horario de pases para prensa. Mañana veré cuatro películas y estas crónicas lentas se convertirán en apuntes breves.
Termino con una historia con sintonía de fondo: la sala de escritura de prensa está justo al lado de una guardería en la que se celebran cumpleaños y fiestas para niños. Todos los días cantan algo. Y hoy, mientras escribía todo esto que he escrito, un grupo de niños ha cantando el “que los cumplas feliz” a una niña llamada Agustina. Felicidades para Agustina y mañana más.

Buenos Aires (1)

Crónica 1
Viernes 15 de abril.

Frío y calor: del digital alemán a los barios periféricos franceses.
A veces los festivales de cine comienzan en los viajes que hay que hacer para llegar a esos festivales de cine. Una vez conduje desde mi casa hasta el festival de Cannes. Paré en Barcelona y en Montpellier antes de llegar al gran teatro de la alfombra roja; y pasé un día durmiendo en los asientos del coche para poder recuperarme.
Ayer viajé durante muchas horas para llegar a Buenos Aires. Primero en autobús hasta la ciudad fronteriza de Colonia. Después, un trayecto en barco atravesando el río de la plata en mitad de una tormenta. Cuando los barcos se mueven, se mueven mucho y con una lentitud extraña. Y en mitad de esa noche tomada por las olas, recordé el final de Rojo (1994), en el que Kieslowski inventaba un naufragio para salvarlo todo. A las siete de la mañana he bajado en Puerto Madero y por más que he buscado entre los pasajeros, Juliette Binoche no estaba a mi lado.
Llegar a un festival desconocido cuando el festival ya ha empezado siempre es algo difícil y cuesta unas horas situarse sobre el mapa y adaptarse al ritmo de las proyecciones. Aún estoy en fase de aclimatación, pero por ahora puedo decir que el gran centro comercial Abasto, en la calle Corrientes, parece ser la sede de todo esto.
He llegado a las diez de la mañana. El lugar es uno de esos lugares que comparten mil tiendas de moda con doce salas de cine. Por fuera es una especie de edifico estilo Metrópolis (1927) de Fritz Lang: grandes arcos creando un espacio gigantesco y frío. El interior es como el interior de cualquier lugar que pueda resumirse en la frase de mil tiendas de moda con doce salas de cine. Un poco al estilo Berlinale y su plaza comercial Marlene Dietrich.
He llegado justo en el momento en el que se abrían las taquillas para prensa y me ha sorprendido ver a los periodistas corriendo. ¿Por qué corren? A estas alturas de la vida uno sabe que ver a unos periodistas corriendo no puede ser nada bueno. Después me he enterado de que las entradas para las sesiones que no son de prensa se agotan pronto y que más vale madrugar y correr un poco. Porque, y voy llegando al núcleo de todo esto, lo más interesante de este festival de cine reside justamente en las sesiones fuera de competición, en los repasos a los títulos que llegan de otros festivales, en lo que en San Sebastián llamarían Perlas de otros festivales; y para entrar a esas sesiones hay que tener entrada y no vale la tarjeta roja, verde, blanca, de tamaño demasiado grande y sin foto de la acreditación.
Por lo tanto, en este primer día, he tenido que conformarme con las dos sesiones para prensa y el resultado del primer impacto puede resumirse en la siguiente expresión: el cine digital es frío. Muy frío.
El cine alemán es el cine alemán y Kalsruhe es una ciudad fea. Una vez estuve en Stuttgart y lo único amable que encontré fueron las partidas de petanca que los inmigrantes polacos jugaban en los parques de la ciudad. El resto estaba tomado por los ingenieros de la fábrica de Mecedes.
La primera película del día se titulaba The forest for the trees y la dirigía una señora alemana llamada Maren Ade. La historia cuenta los días tristes de una profesora de secundaria que acaba de llegar a un colegio de Kalsruhe. Y la trama digital va helándose a medida que avanza el metraje y la pobre profesora, ninguneada por sus compañeros de trabajo, maltratada por su alumnos, despreciada por su vecina, va cayendo a un pozo de difícil salida. Las referencias que yo daría para explicar la película tienen que ver con las historias de dolor que lleva inventando el cine digital danés desde hace unos años. Personajes como el de la profesora de hoy o el que interpretaba Emily Watson en Rompiendo de olas (Lars Von Trier, 1996), por ejemplo, comparten fragilidad extrema y destino trágico. Pero el asombro que provocaron aquellas primeras obras nórdicas de mediados de los años noventa ha desaparecido, y de alguna manera, el público se ha vuelto inmune a sus golpes. Hoy en día, un personaje herido y que se expone a los lobos no es suficiente para aguantar una película, pues ya lo hemos visto demasiadas veces. O al menos no ha sido suficiente en el caso de hoy; la actriz que interpreta el papel de profesora a punto de caer en el abismo, Eva Lobau, es tan inocente que pierde credibilidad y termina resultando aburrida. El cine alemán sigue siendo cine alemán y si alguna vez voy a Kalsruhe prometo no acercarme a los insoportables adolescentes de los colegios y buscar una vez más la tranquilidad de los parques y de los jugadores polacos y rusos de petanca.
Y de la Alemania helada, a los barrios periféricos franceses de acento lejano, origen árabe y jóvenes haciéndose las preguntas que se hacen todos los jóvenes, vivan donde vivan, procedan de donde procedan. L’Esquive, dirigida por Abdellatif Kechiche, es una película rápida, de ritmo intenso, diálogos veloces, encuadre ágil, personajes acercándose y alejándose de la cámara sin ningún temor a la cámara. Es una película decidida que tiene algo de aquella barriada en tensión que propuso Mathieu Kassovitz con El odio (1995). Y tiene también algo de canción de rap francesa, con sus denuncias, con sus rimas, con sus metáforas, con su sonido a veces defectuoso pero lleno de verdad.
En este caso, los personajes son unos jóvenes estudiantes de liceo que juran por el Corán, buscan soluciones a sus primeros amores, discuten por teléfono móvil y preparan con mayor o menor entusiasmo una obra de teatro que interpretarán el día de la fiesta del colegio. El joven Krimo trata de entender su amor por Lydia y pregunta como sólo puede preguntar un adolescente: ¿Por qué no me quieres, Lydia? ¿Por qué no me dices si quieres salir conmigo? El resultado es intenso y un tanto desolador, pues en los barrios periféricos de las grandes ciudades francesas los sueños son difíciles.
Frío y calor por tanto en las dos películas del día. La jornada ha terminado con un concierto interpretado por una orquesta clásica en el hall del centro comercial Abasto. Y en la sala de prensa han estado haciendo fotos a un director oriental que posaba al lado de un cartel de título evocador: Magnolian ping pong. Pero imagino que estas son historias que están por llegar al festival de Buenos Aires. Poco a poco, como cada vez que me toca asistir como público a un festival de cine, voy sintiéndome como en casa.