Como si fuera un final
Hoy es lunes, pero también es un poco domingo y también es un poco martes. Llega un momento en los festivales de cine en el que uno no sabe ya en qué día vive y comienza a mezclar imágenes, calendarios, diálogos y caminos, para terminar siempre, como si de uno de esos cuadros de Escher se tratara, en la misma sala oscura de siempre.
Es lunes y a la vez todos los días de la semana y yo he decidido, justo hoy, justo ahora, romper con todas las formalidades de la crónica periodística e iniciar una serie de textos sin género, sin forma, sin límites y con libertad creativa absoluta. Es mi particular respuesta al hecho de que el medio de comunicación que me ha acreditado no publique mis crónicas. Y escribir de la única forma que quiero escribir es decir que hubo un tiempo en el que el cine era urgente y las películas parecían flotar en el aire.
Me gustan las imágenes del cine de los años sesenta. Me gustan los colores saturados porque me recuerdan los colores de las fotografías de las primeras páginas de los cuadernos de fotos que hay en mi casa. Mi padre me contó una vez que la cámara de fotos que usaba entonces la compró en Canarias y que mi madre la pasó por la aduana escondida bajo el vestido. Hubo un tiempo en el que las imágenes, los gestos, los colores y las miradas parecían estar ahí, como flotando, y que bastaba con apretar el botón de una cámara para guardarlos para siempre.
La primera vez que vi una película de Jonas Mekas reconocí en sus imágenes el mismo tempo que tenían las grabaciones de súper-ocho que había guardadas en un cajón del salón de mi casa. Ayer por la noche me sucedió lo miso cuando vi una película del realizador Robert Frank titulada Me and my brother y rodada en 16 milímetros entre los años 1965 y 1968. Yo conocía el trabajo de Robert Frank como fotógrafo pero nunca antes había visto una de sus películas. Fue como visitar un lugar conocido; como charlar con un pariente lejano. Frank retrata con su cámara el humeante mundo Beatnik de los años sesenta y cuenta de manera totalmente libre y sin convenciones la historia de Julius, hermano del poeta Peter Orlovski. Me gustaría escribir con tiempo sobre esta película y sobre el juego de espejo documental que propone, pero diré que mi plan secreto es otro: hay que montar un ciclo de Robert Frank en la cinemateca del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Y seguir hablando entonces.
La noche de ayer termino en Dinamarca; y como siempre que uno viaja a Dinamarca, las heridas duelen y los ojos brillan de forma demasiado brillante. El título es Día y noche y su director Simón Staho. Una canción pop abre los títulos de crédito y lo mismo sucede al final, con una melodía alegre despidiendo al espectador. Pero en mitad de tanta felicidad, el director ha contado la historia de Thomas, que el 9 de septiembre de 2003 se quitaba la vida disparándose con una pistola. Es lo que dice una voz en off justo al comienzo. Lo que sigue es ese último día y esa última noche. Yo me acuerdo un poco de Blanco (1994) de Kieslowski, en la parte en la que un tipo intenta contratar al polaco Karol para que le dispare; también recuerdo Ten de Kiarostami: las dos comparten el interior de un coche como única localización a lo largo de todo el metraje. Que algo está sucediendo en Dinamarca desde mediados de los años noventa está clarísimo: fuerza e intensidad en historias abismales. Como si el hielo estuviera derritiéndose y debajo sólo hubiera cadáveres.
Fin. Termino y termino con esta forma de escritura que he seguido a lo largo de estos primeros días de festival. A partir de ahora los textos serán diferentes y quizá no hablen tanto de cine como de miradas. O de recuerdos. O de distancias.
Es lunes y a la vez todos los días de la semana y yo he decidido, justo hoy, justo ahora, romper con todas las formalidades de la crónica periodística e iniciar una serie de textos sin género, sin forma, sin límites y con libertad creativa absoluta. Es mi particular respuesta al hecho de que el medio de comunicación que me ha acreditado no publique mis crónicas. Y escribir de la única forma que quiero escribir es decir que hubo un tiempo en el que el cine era urgente y las películas parecían flotar en el aire.
Me gustan las imágenes del cine de los años sesenta. Me gustan los colores saturados porque me recuerdan los colores de las fotografías de las primeras páginas de los cuadernos de fotos que hay en mi casa. Mi padre me contó una vez que la cámara de fotos que usaba entonces la compró en Canarias y que mi madre la pasó por la aduana escondida bajo el vestido. Hubo un tiempo en el que las imágenes, los gestos, los colores y las miradas parecían estar ahí, como flotando, y que bastaba con apretar el botón de una cámara para guardarlos para siempre.
La primera vez que vi una película de Jonas Mekas reconocí en sus imágenes el mismo tempo que tenían las grabaciones de súper-ocho que había guardadas en un cajón del salón de mi casa. Ayer por la noche me sucedió lo miso cuando vi una película del realizador Robert Frank titulada Me and my brother y rodada en 16 milímetros entre los años 1965 y 1968. Yo conocía el trabajo de Robert Frank como fotógrafo pero nunca antes había visto una de sus películas. Fue como visitar un lugar conocido; como charlar con un pariente lejano. Frank retrata con su cámara el humeante mundo Beatnik de los años sesenta y cuenta de manera totalmente libre y sin convenciones la historia de Julius, hermano del poeta Peter Orlovski. Me gustaría escribir con tiempo sobre esta película y sobre el juego de espejo documental que propone, pero diré que mi plan secreto es otro: hay que montar un ciclo de Robert Frank en la cinemateca del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Y seguir hablando entonces.
La noche de ayer termino en Dinamarca; y como siempre que uno viaja a Dinamarca, las heridas duelen y los ojos brillan de forma demasiado brillante. El título es Día y noche y su director Simón Staho. Una canción pop abre los títulos de crédito y lo mismo sucede al final, con una melodía alegre despidiendo al espectador. Pero en mitad de tanta felicidad, el director ha contado la historia de Thomas, que el 9 de septiembre de 2003 se quitaba la vida disparándose con una pistola. Es lo que dice una voz en off justo al comienzo. Lo que sigue es ese último día y esa última noche. Yo me acuerdo un poco de Blanco (1994) de Kieslowski, en la parte en la que un tipo intenta contratar al polaco Karol para que le dispare; también recuerdo Ten de Kiarostami: las dos comparten el interior de un coche como única localización a lo largo de todo el metraje. Que algo está sucediendo en Dinamarca desde mediados de los años noventa está clarísimo: fuerza e intensidad en historias abismales. Como si el hielo estuviera derritiéndose y debajo sólo hubiera cadáveres.
Fin. Termino y termino con esta forma de escritura que he seguido a lo largo de estos primeros días de festival. A partir de ahora los textos serán diferentes y quizá no hablen tanto de cine como de miradas. O de recuerdos. O de distancias.
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